Mucho tiempo ha
pasado desde que se libró la batalla de Dan-no-ura en las gargantas del
Shimonoseki (actual prefectura de Yamaguchi, Honshu). Una batalla cruel que
enfrentó a los Heike o clan Taira y los Genji o clan Minamoto. La batalla fue
tristemente recordada por que en ella se exterminó a los Heike, con sus mujeres
y sus niños, incluso el pequeño emperador, Antoku Tenno. Desde entonces se
decía que los fantasmas de los Heike pululaban por estas costas y en las noches
cerradas se podían ver fuegos fatuos sobre las aguas del mar y si el viento
soplaba con fuerza arrastraba amargos y terribles alaridos hasta las playas,
pero peor era para aquellos que se aventuraban a salir a la mar en esas horas
pues los fantasmas rodeaban las embarcaciones haciéndolas naufragar y
arrastraban a sus tripulantes a las profundidades. Para aplacar las almas de
los Heike las gentes del lugar construyeron el templo de Amidaji en Shimonoseki
y junto a él un cementerio con monumentos funerarios en su honor (que hoy en
día es uno de las atracciones turísticas del lugar). Gracias a esto y a las
continuas plegarias de los sacerdotes los fenómenos se calmaron en gran medida,
sin embargo de tanto en tanto se hacían notar.
Hace varios siglos vivió en Shimonoseki un muchacho ciego llamado Hôichi que a
pesar de su ceguera tenía una gran habilidad para tocar la biwa (laúd japonés
de y entre su repertorio destacaban las canciones dedicadas a la Dan-no-ura. Si
Hôichi era reconocido por su destreza también lo era por su pobreza así que el
gran sacerdote del Amidaji que era su amigo le invitó a habitar en el templo y
a deleitarles con su música. Éste, por supuesto, aceptó encantado.
Una calurosa noche de verano el sacerdote tuvo que salir con un acólito para
celebrar una ceremonia por un difunto que acababa de fallecer, dejando solo a
Hôichi. Éste se sentó a tocar su biwa en el pórtico que daba al jardín del
templo para soportar el calor mientras le venía el sueño. Sin embargo, al poco
tiempo, oyó unos pasos fuertes acercándose por el jardín. De pronto, oyó una
voz áspera y ruda que le llamaba por su nombre. Atemorizado contestó con
premura. El recién llegado lo tranquilizó y le contó que era servidor de un
gran señor que había venido a Shimonoseki con sus nobles, interesado por el
lugar donde murieron los Heike, y habiendo conocido la destreza de Hôichi para
entonar el canto del Dan-no-ura quería que les obsequiara con un recital.
Por los modales rudos y autoritarios de su interlocutor, Hôichi pensó que era
un samurái (y en aquella época no era aconsejable ofender a un samurái) por
tanto no se negó a acompañarle. Éste le llevaba a buen ritmo fuertemente cogido
del brazo. No fueron muy lejos. Llegados al umbral del edificio una voz
femenina le tomó de la mano y le pidió que la acompañara hasta donde su señor
le esperaba. Suelos de madera entarimados, corredores de tatami, entrecerrar de
biombos y los roces de la seda hicieron pensar a Hôichi que estaba en la
mansión de una persona de alta alcurnia. Cosa extraña, pues el músico no
recordaba que hubiese ninguna gran mansión cerca. Al llegar, una gran audiencia
le esperaba, e inmediatamente una voz femenina que debía ser la Rôjo (una
especie de encargada de celebraciones) le pidió que interpretara el drama de
los Heike. Hôichi se sentó, tensó las cuerdas de su biwa y entonó la parte de
“la batalla en el mar”, al final su audiencia lloraba de emoción y la Rôjo le
cubrió de alabanzas pues su augusto señor estaba plenamente complacido, tanto
que esperaba que volviese durante seis noches más, eso sí como quería guardar
su anonimato en esas tierras, le pidió que nada contase de sus visitas.
El sol empezaba a despuntar cuando Hôichi regresó al templo, y así continuó las
siguientes jornadas, dormía de día y acudía a cantar delante de aquellos nobles
señores en la noche, todos los días iba el mismo samurái a recogerlo, y si los
sacerdotes preguntaban, Hôichi nada explicaba o se excusaba con evasivas. Esta
actitud hizo sospechar al gran sacerdote que inquieto por lo que pudiese
ocurrirle a su amigo pidió a dos servidores que le siguieran la siguiente
noche. Hôichi como todas las noches cogió su biwa y se encauzó rápidamente
hacia el camino, los criados le siguieron pero era una noche oscura y muy
lluviosa, y al girar el camino lo perdieron de vista. Lo buscaron con sus
linternas por los alrededores pero nada encontraron. Al volver al templo por el
camino de la costa, escucharon el tañido de una biwa que rugía violentamente
desde el cementerio de los Heike. Extrañados fueron a ver qué ocurría, pero al
llegar no podían creer lo que veían sus ojos, el joven ciego sentado ante la
tumba de Antoku Tenno interpretando apasionadamente el poema del Dan-no-ura, y
a su alrededor, una infinidad de fuegos espectrales revoloteando como pálidas
velas en la noche oscura. Los criados al ver esta visión cogieron al ciego
persuadiéndolo que les acompañara sin rechistar. Éste, embrujado aún, no podía
creer su insolencia, mas llegado al templo y explicándole su amigo lo ocurrido,
el miedo le hizo estremecerse y lo contó todo.
Ahora, Hôichi estaba bajo el influjo de los espectros y tanto si continuaba
acudiendo a las citas como si las interrumpía acabarían matándolo. De este
modo, el sacerdote y su acólito para que los fantasmas no destrozaran al ciego
le trazaron por todo el cuerpo el Sutra Hannya-Shin-Kyô (que versa sobre la
Doctrina de la Vacuidad de las Formas) y le dijo a Hôichi que aquella noche
debía dejarle por un servicio budista pero él como cada noche debía sentarse en
el pórtico en actitud meditabunda a esperar la visita espectral pero en ningún
caso debía moverse o emitir sonido alguno, así el Sutra haría su efecto y los
fantasmas no podrían verle, si conseguía pasar esa noche el hechizo se
desharía.
Hôichi obedeció al sacerdote y se sentó en el pórtico. A medianoche, el samurái
acudió al pequeño jardín llamando al ciego, pero este conteniendo la
respiración no movió ni un ápice. La cólera del samurái aumentaba y cada vez
gritaba con más violencia, la voz estaba tan solo a unos pasos pero parecía no
ver a Hôichi que seguía sin responder. Entonces el samurái dijo:
- ¡No contesta, qué extraño! ¿Dónde estará el individuo?
Un silencio de muerte inundó el templo por varios minutos. Entonces cuando ya
creía que todo había pasado, oyó estas palabras que le susurraban al oído.
- ¡Aquí veo su biwa! ¡Pero del ciego solo veo sus orejas! Por eso no podía
contestar, porque no tenía boca. Pero yo debo cumplir la augusta orden de mi
señor y si no está el músico al menos tendré que llevarle lo que queda de él.
En ese instante Hôichi sintió un tremendo dolor, sus orejas estaban atenazadas
por unas manos de metal, y ¡rassss! En un instante las orejas desaparecieron,
los pasos se alejaron, y un río de sangre corrió a ambos lados de la cabeza del
ciego, pero éste no osó moverse.
Cuando el sacerdote regresó y vio a Hôichi en ese estado comprendió aterrado su
error. Hôichi al oír la voz de su amigo que se lamentaba rompió en sollozos y
entre gemidos de terror y dolor contó lo acontecido. El sacerdote había trazado
el texto en el pecho y la espalda, labios, manos y piernas, en fin todo su
cuerpo desde la cabeza hasta las palmas de los pies, pero había olvidado las
orejas. Se lamentó profundamente, curó sus heridas y le aseguró que los
fantasmas ya no le molestarían otra vez y así fue.
No obstante, su terrorífica experiencia se extendió por toda la región
haciéndose muy famoso, centenares de nobles acudían al templo a escuchar su
música y pronto se hizo hombre de fortuna. Y desde entonces se le conoció con
el nombre de “Mimi-nashi Hôichi”